lunes, 11 de enero de 2010

LAS TARDES DE PASEO. Lisa


La primavera avanzaba con pasos sigilosos a través del bosque, ascendía poco a poco por las laderas de las montañas y descendía más rápida hasta los profundos valles.
Todo lo que encontraba en su camino despertaba de su letargo, la tierra dormida amanecía fresca y radiante, vista a través de miles de gotas de rocío y cada gota reflejaba la luz de la vida que resucitaba ante los ojos un año más.
El invierno cansado de jugar a sus anchas replegaba sus alas y se iba poco a poco despidiendo con sus últimas heladas.

En el valle, cerca de las tapias de la ermita, a la primavera, le gustaba llegar por sorpresa. Y es que plantados al borde del camino de aquel tranquilo recinto había una fila de hermosos cerezos.
Cerezos jóvenes, orgullosos, con brazos fuertes y enérgicos. Esbeltos cerezos de ramas nudosas. Podados, cuidados y mimados quizás en exceso.
Y es que a la primavera le gustaba saltar de golpe sobre ellos, despertándolos y vistiéndolos con sus mejores galas.
La visión era espectacular, parecía que de nuevo el invierno había llegado, ya que el color blanco retornaba a sus ramas. Pero esta vez no con el frío de la nieve sino con el delicado despliegue de pequeñas flores blancas.

Formaban estos cerezos un hermoso entramado donde los pájaros se perdían a su antojo y donde los primeros insectos gustaban de revolotear.
Justo enfrente, más allá de la senda que llegaba hasta la ermita, la visión te despistaba... había tres viejos árboles, tres granados. Retorcidos por el tiempo, con ramas rugosas como manos de anciano, fuertes ramas forjadas con el paso de muchos inviernos. Enmarañados por falta de poda, cuidados y mimos...
Cuando paseabas por el camino tus ojos se enamoraban de los cerezos y de su esplendor. Pero mirabas sin querer a los tres viejos granados, desnudos, impasibles y te asaltaba la duda de sí habrían sobrevivido al último crudo invierno.

Los cerezos altivos, seguros de su belleza, se burlaban todos los días de los tres nobles árboles. Les insultaban, les llamaban viejos decrépitos, feos, incluso les decían que ni para leña servían.
Sin embargo, aquel año la primavera se enfadó y decidió dar una lección a los presumidos cerezos. La primavera llamó a su amigo el viento frío del norte y le hizo volver de la montaña.
Aquella tarde el viento sopló y sopló y miles de flores de cerezo fueron arrancadas formando la más espectacular de las tormentas de pétalos que jamás se había visto.



Al día siguiente los cerezos y los tres viejos granados se veían iguales, desnudos e indefensos, incluso a los pies de todos se extendía una fina capa blanca de pequeños pétalos.

Con ello la primavera les demostró a los pedantes cerezos lo efímera que es la belleza.

Sin embargo, los cerezos, resentidos, siguieron molestando a los tres resignados granados. Les volvían a increpar y a hacerles presa de sus burlas. Se reían porque les habían salido todas las hojas y ni tan siquiera una sola flor. ¡Qué tontos son estos viejos árboles!
La primavera volvió a escuchar las burlas, pero esta vez no hubo castigo ya que se compadeció de la ignorancia de aquellos jóvenes presumidos.

Cuando llegó junio y los cerezos ya no robaban las miradas de los paseantes los tres granados empezaron a florecer. De sus viejas ramas habían renacido cientos de brotes jóvenes y estos a su vez se cubrieron de hermosos capullos ocres con flores rojas.
Los cerezos una vez más buscaron como hacer daño y esta vez compararon la cantidad de flores, mucho más escasa en los granados y la calidad. Decían que además de ser pocas eran raras porque estaban encerradas en pequeños capullos que no terminaban de abrir.

El verano pasó, agostó con su eterna mirada el campo y agotó a la tierra exprimiéndola hasta la última gota de frescura que le quedaba... pero llegó el otoño, que pocos saben y muchos sospechan que es el hermano pequeño de la primavera.
Con su llegada volvieron las primeras lluvias. El otoño avanzaba a paso rápido a través del valle y todo lo que iba encontrando a su paso se iba adormeciendo, no sin antes agradecer el frescor con las últimas flores perezosas y los últimos frutos guardados como oro durante todo el verano. Pronto el otoño se hizo dueño del paisaje y pinto todo de rojo, amarillo y ocre... y volvieron las tardes de paseo.

Los pájaros se despedían de los árboles. Y los árboles se despedían de sus hojas que volaban enloquecidas detrás de los pájaros como si quisieran alcanzarlos y no perder su cálido contacto.

El otoño desnudó a los cerezos y también a los granados. Sin embargo, aquella tarde las miradas del camino se volvían hacia los granados... Y es que entre sus brazos rugosos permanecían prendidos hermosos frutos, ocres, amarillos sonrosados y con rojo corazón. Las granadas.


Así ese año los cerezos además de aprender que la belleza es efímera, que el paso del tiempo es inexorable y afecta a todos. También descubrieron que la prudencia, el silencio y la sabiduría vienen dadas con la edad y esta a su vez nos regala hermosos frutos.

Los jóvenes cerezos nunca más se burlaron de los sabios granados.
Y a partir de aquel otoño se dieron cuenta que además de compartir el borde del camino, podían compartir la sabiduría de la edad, la experiencia y sobre todo la admiración de los paseantes que cada primavera y cada otoño buscan en el camino de la ermita la belleza de los cerezos en flor y los últimos rayos de sol encerrados en la dulzura del corazón de las granadas.




LISA

2 comentarios:

  1. Mi querida Lisa, cómo no habías de publicar este precioso cuento??... Has plasmado en palabras tantos sentimientos y sensaciones que me parecía que lo estaba viendo con mis ojos.... Cielo, no dejes de escribir y por supuesto, publica, no te lo quedes para tí. Lo hermoso, cuando está hecho con el corazón y el alma en un puño, no puede guardarse, comparte mi niña.... Me ha emocionado... un beso¡¡¡

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  2. Gracias tesoro, tu siempre tan amable..

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